Mentir / Honestidad radical

Mentir / Honestidad radical

Yo fui un adolescente y un adulto joven inseguro, que mentía sobre todas las cosas que los adolescentes inseguros mienten -quizás más que nada sobre el lo que me haría ser mirado en menos por mis pares. Incluyendo el frecuente, inconsciente, automático uso de mentiras blancas en todo tipo de situaciones.

Pero hace cerca de 10 años leí el libro Lying (o Mentir) del neurocientífico Sam Harris y desde entonces, desde el día siguiente de haberlo leído, mi compromiso con la honestidad cambió. Se instaló en un lugar profundo de mi mente la importancia de no mentir. Ser alguien honesto, realmente honesto, en todos los ámbitos, incluyendo las mentiras blancas, pasó a ser parte de la persona en que quiero ser.

Ahora, aunque mi intención fue inmediata, el cambio en mi discurso no fue de un día para otro. Mantuve por mucho tiempo mi momentum en mi automaticidad para decir mentiras -blancas y de otros colores-, momentum para maquillar la realidad, para inventar excusas, para hacerme parecer mejor de lo que realmente soy, etc.

Pero gradualmente, desde que leí Lying, fui revirtiendo ese patrón. Y hoy, hace quizás un par de años, puedo decir que las mentiras no forman parte de mi discurso.

Este cambio sólo me ha traído cosas positivas.

Lo primero es que dejar de mentir simplifica tu vida, alivianando el peso de tanto bagaje psicológico innecesario que la mayoría cargamos. Porque cuando dices una mentira -del tamaño y del color que sea- tienes que llevar registro de ella. Después de todo, nadie quiere ser descubierto mintiendo. Y para evitar ser descubierto debes estar siempre alerta, siempre atento, a no decir por reflejo lo que era verdad y delatarte.

Si inventaste una cita al dentista para no ir al cumpleaños de tu sobrino, debes tenerlo presente la próxima vez que cualquier tema relacionado con los dientes se asome en conversación con tus hermanos. Si olvidas tu ficticia cita al dentista, un desliz te puede delatar.

Cuando mientes, no es que sólo lo pronuncies y luego puedas olvidarlo para siempre. No. Tus mentiras te persiguen. Las acumulas en alguna parte del inventario de tu mente junto con todo lo que has inventado -o al menos haces lo mejor posible para guardarlas. Y así evitar pisarte la cola más adelante.

Y hacer esto es agotador. Es operar siempre más alerta de lo necesario. Y no poder relajarte del todo. No poder entregar del todo a tu experiencia. Porque no puedes permitirte ser completamente honesto. Las más pequeñas de las mentiras blancas, no tardan en acumularse y transformarse en bolas de nieves que se apilan en una potencial avalancha.

Mientras que cuando dejas de mentir, puedes hablar libremente sin temor a delatarte -porque no hay nada que te pueda delatar.

Esto no es decir que cuando dejas de mentir siempre dices la verdad. Puedes estar honestamente equivocado o confundido sobre algo. Y decir cosas que no son ciertas. Pero no porque deliberadamente distorsionaste la verdad. Sino que por un error genuino. Y puedes corregirte sin ningún pesar, sin verguenza por haber sido descubierto tratando de ocultar algo. Porque no había nada que trataras de ocultar.

Hay una libertad por descubrir, una ligereza al hablar, cuando dejas de mentir. Reduciendo el inventario de mentiras que cargas en el sótano tu mente. Permitiendo una fresca y nueva soltura en tu discurso y tus conversaciones.

Lo segundo es que dejar de mentir es un ejercicio de asertividad. De plantarte más firme en el mundo. Y de conocerte a ti mismo mejor.

Porque es posible no conocerse a uno mismo actuando en línea con lo que uno piensa y siente. Es posible no conocer la incomodidad que significa decir lo que piensas, sobre todo si son verdades difíciles. Y por lo tanto no saber quién realmente eres. Porque si eres alguien en tu mente y otra persona en el mundo. ¿Cuál de los dos eres tú?

¿Cómo actuarás la próxima vez, de acuerdo a lo que piensas o como te sea más cómodo? La pregunta que se esconde aquí es: ¿cuánto puedes confiar en ti?

Y la confianza en uno mismo es central a un carácter sólido y maduro. Porque llegarán momentos en que tendrás que ser honesto respecto cosas mucho más importantes que tus ganas de ir a un cumpleaños. O si te gusta un vestido o no. Y si no has sido capaz de decir las cosas por su nombre en instancias pequeñas y triviales, ¿qué te hace pensar que lo harás cuando realmente importe?

¿Cuando tu pareja te pregunte cómo realmente te sientes?
¿Cuando tengas que delimitarle a tu jefe sus atribuciones?
¿O cuando tus conocidos se fanaticen con alguna idea peligrosa y tengas la oportunidad de decir algo al respecto?

Empezar por lo pequeño, por lo mundano, es cómo nos preparamos para esos momentos.

Ahora, adoptar una postura de honestidad radical no significa decir todo lo que piensas. Cuando hablo sobre esto muchos parecen creer que dejar de mentir viene de la mano con ser insensible, ofensivo, mal educado. Como si ser honesto significara pronunciar en voz alta cada pedazo de lenguaje que aparezca en tu mente.

No sé si quienes me comentan esto realmente creen que este es el caso, o si es un tipo de excusa para no comprometerse con más honestidad y así seguir indulgiendo en mentiras -blancas y de todo tipo. Porque por supuesto: ¿qué tipo de mundo sería si todos pronunciáramos cada pensamiento que tenemos?

La sociedad civil depende de que reprimamos tantos de nuestros impulsos. De adultos que sepan autocontrolarse. Y aquellos que tienen alguna lesión cerebral que les impide hacerlo, muchas veces terminan tras las rejas.

Pero ser honesto no es un desenfrenado vocifereo de cada insulto que usualmente guardarías en tu intimidad. No.

Si pienso que un colega tiene mal aliento, no voy a decírselo de la nada, de forma brusca, enfrente del resto de la oficina, con un megáfono y una risa burlona para luego publicarlo en tik tok. Nada de eso es necesario. Ser honesto no implica esto. Ni siquiera implica decirle algo sobre su aliento a este desafortunado colega.

Lo que sí significa, es que si él o alguien más te pregunta, digas la verdad. Y la verdad en este caso perfectamente puede ser que prefieres no hablar sobre eso.

Lo cierto es que el contexto importa. Las sensibilidades de nuestros pares también importan. Y podemos encontrar la forma de decir la verdad con esto presente. De forma constructiva y no hiriente.

A mi hija de tres años le encanta pedirme que la mire cuando salta. Y cuando me pregunta qué tan alto salta, no le digo que casi nada, que la distancia de la que se separa del suelo es imperceptible, que de hecho no estoy seguro si está saltando o si sólo se deja caer con la gesticulación como si saltara. Tampoco le digo que al lado de atletas olímpicos su salto sería una broma.

No.

Puedo decirle que está saltando mucho mejor que antes. Que está aprendiendo. Que amo verla saltar con entusiasmo. Que si practica, cada vez saltará más alto. Y todo esto es verdad.

Porque de nuevo, el contexto importa. Es posible ser honesto y no andar hiriendo a cada persona con que te cruzas.

Y más aún, al contrario de lo que quienes me han comentado esto imaginan, cuando realmente hieres a otro, es cuando le mientes porque piensas evitar herirlo al hacerlo.

Lo que muchos necesitamos, es que nos digan la verdad. No una condescendencia paternalista donde el otro decide qué información podemos manejar. Sino que nos sean honestos. Que nos digan cuáles son nuestros puntos ciegos. Qué podemos mejorar. Qué nos hace falta. Y sí, que esa ropa no nos queda tan bien. Que justo hoy no quieren ir a nuestro evento. Que no les gusta la misma música que a nosotros. Que nuestra última idea de emprendimiento no vale nuestros ahorros. Que dejemos de ver tanto el programa Sin Filtros. Etc.

Por supuesto, con tacto, con cierto olfato situacional y social. Es posible ser honesto y mantener una genuina preocupación por el bienestar del otro.

Ahora, todo esto yo lo he aprendido de a poco. Empezó con el libro Lying de Harris, pero no se cimentó en mi discurso y carácter hasta varios años después.

Y todavía en ocasiones me vea tentado por mentir. Por maquillar la verdad. Por decir una excusa que no es cierta para evitar situaciones incómodas. Por aparentar y pretender. Por caer en juegos de apariencias vacíos. Siento todas estas pulsiones. Estoy perfectamente consciente de ellas. Y a ratos me es difícil resistirme. Sobre todo cuando tienen que ver con la percepción que otros se pueden formar de mi valía personal. Y sobre todo cuando se trata de personas cuya opinión me importa.

Pero cada vez que no miento, me siento bien por haberme mantenido honesto. Más fuerte. Más yo. Así como cada vez que cedí y adorné un poco más de lo necesario mi imagen o distorsioné la realidad para hacerme parecer de alguna determinada manera, o evitar una incomodidad, al contrario de lo aparentado, al contrario de lo que pretendía, después me sentí más débil, más frágil. Y más importante, menos yo.

Porque cuando no enfrentas la vida de forma auténtica, incluso en pequeños momentos, cuando no te muestras cómo eres al mundo, estás alimentando una fragilidad incapaz de decir en voz alta al mundo: aquí estoy, este soy yo y esto es lo que pienso. Y te vuelves cada vez más dependiente de muletas con forma de mentiras para poder actuar en el mundo.

Entonces, si esto que he dicho aquí te hace sentido, si estás dispuesto a revisar y cambiar tu discurso, empieza por lo primero, por volverte consciente de las mentiras en tu día. Por blancas que sean. ¿Son las mentiras un recurso frecuente en tu discurso? ¿En qué ocasiones? ¿Con qué personas? ¿Con qué frecuencia?

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